Tratado de pandemias: ASÍ, desde luego, NO.

(Publicado originalmente en Diario 16)

Es poco sensato negar que existen problemas globales que requieren cooperación internacional para ser resueltos. El cambio climático, al igual que gran parte de los problemas ambientales, es un reto que necesitaría ser abordado con la cooperación de todas las naciones. También la globalización ha hecho que la alimentación, las relaciones laborales y la economía sean globales y muchas crisis sanitarias son retos globales que exigen la cooperación internacional. 

Pero no es, precisamente, la cooperación la tónica de estos tiempos. Llevamos décadas viendo cómo la ayuda oficial al desarrollo, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y los acuerdos sobre emisiones de CO2 que, supuestamente, iban a terminar con el hambre, las guerras y el cambio climático, acumulan fracaso tras fracaso y son poco más que papel mojado.

Sin embargo, existen aspectos en los cuales la cooperación internacional sí funciona, y lo hace asombrosamente bien. La Unión Europea culminó el enorme reto de unificar las monedas de 20 países, la Organización Mundial del Comercio y el Fondo Monetario Internacional tienen poder coercitivo sobre naciones y empresas y los tratados y áreas de libre comercio como el GATT, el NAFTA, Mercosur o el ANSA-China gozan de buena salud.

Es ésta la cooperación internacional que funciona: la destinada a aumentar los beneficios del capital, una cooperación exclusivamente económica y muy poco democrática. La cooperación orientada hacia la paz, el bienestar de las personas y la preservación de la naturaleza cada vez funciona peor, mientras los grandes problemas mundiales siguen esperando en el cajón de las buenas intenciones de una ONU que, en estos momentos, ni siquiera es capaz de evitar que se bombardeen hospitales.

La pandemia nos vendió el hermoso mensaje de que, por fin, las cosas iban a ser diferentes. Por unos días soñamos que la cooperación se imponía a la competencia: la industria se paró para proteger la salud de las personas, nos vacunarnos masivamente por responsabilidad y solidaridad y la sanidad pública se convirtió en el eje de la sociedad.  

Pero enseguida empezaron a surgir fisuras en el bello espejismo: primero aparecieron listos haciendo negocio con las mascarillas, luego la Comisión Europea firmó unos contratos blindados donde la responsabilidad de las farmacéuticas se reducía a cero mientras se guardaban el cuantioso dinero público que recibieron para desarrollar sus vacunas. Después, se montó la enorme y costosa parafernalia de certificado covid europeo, justo cuando los datos epidemiológicos mostraban que las vacunas no protegían de la transmisión: cuando se confirmó que el certificado era inútil, el negocio ya estaba hecho. Luego vimos cómo aparecían personas que reportaban graves efectos secundarios de las vacunas  y nadie se preocupó de investigar la calidad del producto que nos habían vendido. También vimos cómo el altar en el que se había colocado La Ciencia sólo tenía espacio para aquella ciencia que no ponía en cuestión el negocio: allí no cabían profesionales como Joan-Roman Laporte a pesar de toda una brillante carrera científica con sus 250 publicaciones, ni Paul Marik con sus 700 publicaciones ni Luc Montaigner y Satoshi Omura con sus premios Nobel de medicina.

El espejismo de la cooperación se ha ido, poco a poco, desvaneciendo y nos ha quedado lo de siempre: el negocio. El negocio por encima de todo, la pasta rápida, vender lo que sea, como sea y siempre más y más. Ante tantas incongruencias, el ciudadano de a pie se pregunta de qué han servido su solidaridad y se está volviendo egoísta y escéptico. ¿Para qué sacrificar el bienestar y la libertad individual en aras de la salud colectiva o el medio ambiente cuando los de arriba no se plantean siquiera frenar su codicia y ambición durante unos meses?

En mayo de 2024 la OMS quiere aprobar una serie de enmiendas al Reglamento Sanitario Internacional y firmar acuerdos que lleven a la creación de un Tratado Internacional de Pandemias. Aunque las negociaciones se están llevando a cabo con una absoluta falta de transparencia y el texto definitivo no se conoce, los borradores hablan de transformar las recomendaciones de la OMS en decisiones vinculantes y con imposición legal. Se ha hablado de dar al Director General de la OMS el poder para declarar emergencias sanitarias, imponer restricciones al movimiento de personas y mercancías y de decidir tratamientos, protocolos médicos y vacunaciones en los estados que firmen estos tratados, aunque ahora se hace más énfasis en proteger el negocio de los «productos pandémicos» facilitando su aprobación y distribución y protegiendo a sus fabricantes. ¿Alguien sabe en qué elecciones votamos a ese señor al que le vamos a dar poder sobre nuestra salud y los presupuestos de nuestros sistemas de sanidad pública?

Asimismo, se habla de permitir que la OMS determine cuál es la información científica válida y aceptable y cuál la considerada excesiva, falsa, errónea, o engañosa sin que en ningún momento se hable de usar los rigurosos mecanismos de revisión, divulgación pública de los datos y discusión abierta que, desde el siglo XVIII se consideran los cauces necesarios para validar lo que llamamos ciencia. ¿Alguien sabe qué tipo de inspiración divina va a tener esta organización para decirnos cuál es la verdad sin recurrir al debate científico?

Podríamos pensar que de todo esto puede salir algo bueno si no fuera porque estamos demasiado acostumbrados a ver que las únicas iniciativas globales que se impulsan son aquellas que llevan fabulosos negocios detrás. No es difícil ver que quien tenga capacidad de decidir qué medicamentos, vacunas y pruebas diagnósticas se venden a todos los países del mundo puede hacer un negocio redondo. Y no es difícil ver quién está buscando llevarse el gato al agua si la iniciativa parte de la OMS que hace ya años no es aquella institución de los años 70, controlada y financiada por los estados miembros. En la actualidad, el segundo mayor financiador de la OMS es la Fundación Bill y Melinda Gates (que controla un 13% de su presupuesto), el cuarto es la Alianza GAVI (impulsada en sus orígenes y controlada por Bill Gates, que controla un 7,8%) y sólo el 20% de los fondos son contribuciones regulares de los estados miembros, estando el resto de la financiación fuertemente condicionada por intereses privados. Todo esto puede comprobarse fácilmente aquí, los datos son públicos, les agradecería que se tomasen la molestia de corroborarlo.

No sé en qué cabeza cabe pensar que podemos dejar la decisión sobre qué medicamentos se utilizan en caso de emergencia sanitaria a un grupo de burócratas elegidos con nulo control democrático y financiados generosamente por capitales con evidentes intereses en la industria farmacéutica. Si no fuera tan grotesco, resultaría escandaloso y sería el mejor ejemplo de la degradación del capitalismo en esta época del todo vale. No sé qué más hace falta para que veamos que estos movimientos que están surgiendo en torno a la OMS no son otra cosa que un curioso tratado de “libre comercio” vestido de bata blanca que busca hacer negocio a base de controlar los organismos de las Naciones Unidas financiándolos generosamente y utilizando el prestigio que estas instituciones todavía tienen.

Desde que en marzo de 2020 se declaró la emergencia del covid han surgido muchas voces críticas y ha florecido lo que podemos llamar negacionismo. Muchas personas han negado la importancia de la enfermedad o incluso la existencia del virus y también muchas otras han renegado de la necesidad de cooperación tanto social como internacional. En algunos casos lo que hay detrás es simple comodidad, individualismo o nacionalismo que reniega de la cooperación global y apuesta por la estrategia del avestruz.

Pero la mayor parte de quienes hemos sido críticos no somos ni hemos sido nunca negacionistas, ni somos ultraderechistas, ni contrarios a la cooperación, la solidaridad e incluso las restricciones de libertades, si fueran imprescindibles y estuvieran guiadas por cauces democráticos y científicos rigurosos. Porque la cuestión no es si deben o no restringirse las libertades individuales para proteger el bien común, sino quién detenta el poder de decidir qué es el bien común y qué libertades se pueden restringir para conseguirlo. No es una cuestión de libertad sino de democracia.

Por todo ello, un grupo de personas nada vinculadas con la ultraderecha (y algunas con amplia trayectoria en organizaciones de izquierda) nos hemos unimos bajo el grupo ciudadano Rompe el Silencio y hemos convocado una manifestación en Madrid el próximo 16 de marzo para pedir al gobierno que rechace las enmiendas al Reglamento Sanitario Internacional y no ratifique el Tratado Internacional de Pandemias.

Hagamos el favor de no pecar de ingenuos y creer que todos estos acuerdos que se están barajando en torno a la OMS son iniciativas altruistas que buscan mejorar nuestros sistemas de salud sin mayores intereses económicos y políticos. Corremos el riesgo de llegar a mayo de 2024 y ver que nuestro gobierno ha firmado un tratado del cual no sabemos nada y que, por ejemplo, sirve para terminar de destrozar nuestra ya muy dañada sanidad pública.

Exijamos información sobre estas negociaciones y no dejemos que los grandes capitales nos cuelen, de nuevo, tratados y acuerdos que fomentan sus negocios a costa de dinero público, el bienestar de personas y de las pequeñas empresas. El poder sobre la salud de las personas, los animales y el planeta no puede ser cedido, todavía más, a las mega corporaciones capitalistas y menos con la ingenua y pasiva complacencia de quienes se consideran buenas personas solidarias y responsables que se sacrifican por el bien común.

Una respuesta a “Tratado de pandemias: ASÍ, desde luego, NO.

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